Una boda. Un viaje a España. El hombre más exasperante. Y tres días fingiendo.
O en otras palabras, un plan que nunca funcionará.
Catalina Martín, finalmente, no está soltera. Su familia se complace en anunciar que llevará a su novio americano a la boda de su hermana. Todos están invitados a venir y presenciar el evento más mágico del año.
Sin duda, ese sería el titular de mañana en el periódico local de la pequeña ciudad española de donde vengo. O el epitafio de mi lápida, al ver el giro que había tomado mi vida en el lapso de una llamada telefónica.
Cuatro semanas no era mucho tiempo para encontrar a alguien dispuesto a cruzar el Atlántico, desde Nueva York hasta España, para una boda. Y mucho menos, alguien ansioso por seguir mi farsa. Pero eso no significaba que estuviera lo suficientemente desesperada como para traer al dolor de ojos azules de 1,90 metros que tenía delante.
Aaron Blackford. El hombre cuya ocupación principal era hacer hervir mi sangre acababa de ofrecerse para ser mi cita. Justo después de meter la nariz en mis asuntos, llamarme delirante y llamarse a sí mismo mi mejor opción. ¿Ves? Indignante. Agravante. Sangre hirviendo. Y para mi total desesperación, también tiene razón. Lo que me dejó con un dilema hosco y extragrande en mis manos. ¿Valía la pena el sufrimiento de traer a mi colega y la perdición de mi existencia como mi novio falso a la boda de mi hermana? ¿O era mejor ser sincera y enfrentar las consecuencias de mi mentira inducida por el pánico?
Como diría mi abuela, que dios nos pille confesados.